domingo, 12 de diciembre de 2010

Fragmento de El camino, de Miguel Delibes

Una tarde se dio la luz en plena proyección y
Pascualón, el del molino, fue sorprendido con la
novia sentada en las rodillas. La cosa iba mal, y a
finales de octubre, don José, el cura, que era un
gran santo, convocó en su casa a la comisión.
—Hay que tomar medidas urgentes. En realidad ni las
películas son ya morales, ni los espectadores
guardan en la sala la debida compostura. Hemos caído
en aquello contra lo que luchábamos —dijo.
—Pongamos luz en la sala y censuremos duramente las
películas —arguyó la Guindilla mayor.
A la vuelta de muchas discusiones se aprobó la
sugerencia de la Guindilla. La comisión de censura
quedó integrada por don José, el cura, la Guindilla
mayor y Trino, el sacristán. Los tres se reunían los
sábados en la cuadra de Pancho y pasaban la película
que se proyectaría al día siguiente.
Una tarde detuvieron la prueba en una escena dudosa.
—A mi entender esa marrana enseña demasiado las
piernas, don José —dijo la Guindilla.
—Eso me estaba pareciendo a mí —dijo don José. Y
volviendo el rostro hacia Trino, el sacristán, que
miraba la imagen de la mujer sin pestañear y
boquiabierto, le conminó—: Trino, o dejas de mirar
así o te excluyo de la comisión de censura.
Trino era un pobre hombre de escaso criterio y
ninguna voluntad. Poseía una mirada blanda y acuosa
y carecía de barbilla. Todo ello daba a su rostro
una torpe y bobalicona expresión. Cuando andaba se
acentuaba su torpeza, como si le costase un esfuerzo
desplazar a cada paso el volumen de aire que
necesitaba su cuerpo. Una completa calamidad. Claro
que hasta el más simple sirve para algo y Trino, el
Sacristán, era casi un virtuoso tocando el armonio.
Ante la reprimenda del párroco, Trino humilló los
ojos y sonrió bobamente, contristado. Al cura le
asistía la razón, pero ¡caramba!, aquella mujer de
la película tenía unas pantorrillas admirables, como
no se veían frecuentemente por el mundo.
Don José, el cura, veía que cada día crecían las
dificultades. Resultaba peliagudo luchar contra las
apetencias instintivas de todo el valle. Trino
mismo, a pesar de ser censor y sacristán, pecaba de
deseo y pensamiento con aquellas mujeronas que
mostraban con la mayor desvergüenza las piernas en
la pantalla. Era una tarea ímproba y él se
encontraba ya muy viejo y cansado.
El pueblo acogió con destemplanza las bombillas
distribuidas por la sala y encendidas durante la
proyección. El primer día las silbaron; el segundo
las rompieron a patatazos. La comisión se reunió de
nuevo. Las bombillas debían de ser rojas para no
perturbar la visibilidad. Mas entonces la gente la
tomó con los cortes. Fue Pascualón, el del molino,
quien inició el plante.
—Mire, doña Lola, para mí si me quitan las piernas y
los besos se acabó el cine —dijo.
Otros mozos le secundaron.
—O dan las películas sin cortar o volvemos a los
bosques.
Otra vez se reunió la comisión. Don José, el cura,
estaba excitadísimo:
—Se acabó el cine y se acabó todo. Propongo a la
comisión que ofrezca el aparato de cine a los
Ayuntamientos de los alrededores.
La Guindilla chilló:
—Venderemos una ocasión próxima de pecado, don José.
El párroco inclinó la cabeza abatido. La Guindilla
tenía razón, le sobraba razón esta vez. Vender la
máquina de cine era comerciar con el pecado.
—Lo quemaremos entonces —dijo, sombrío.
Y al día siguiente, reunidos en el corral del
párroco los elementos de la comisión, se quemó el
aparato proyector. Junto a sus cenizas, la Guindilla
mayor, en plena fiebre inquisidora, proclamó su
fidelidad a la moral y su decisión inquebrantable de
no descansar hasta que ella reinase sobre el valle.
—Don José —le dijo al cura, al despedirse—, seguiré
luchando contra la inmoralidad. No lo dude. Yo sé el
modo de hacerlo.
Y al domingo siguiente, al anochecer, tomó una
linterna y salió sola a recorrer los prados y los
montes. Tras los zarzales y en los lugares más
recónditos y espesos encontraba alguna pareja de
tórtolos arrullándose. Proyectaba sobre los rostros
confundidos el haz luminoso de la linterna.
—Pascualón, Elena, estáis en pecado mortal —decía
tan sólo. Y se retiraba.
Así recorrió los alrededores sin fatigarse,
repitiendo incansablemente su terrible admonición:
—Fulano, Fulana, estáis en pecado mortal.

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